Diario de J.L. O'Callaghan - Día 2
Los cadáveres de ahí fuera han perdido la decencia. Hace tiempo que la perdieron.
Primero alguien dijo "Dios ha muerto". Y acertó. Hoy yo digo "El hombre ha muerto". Y sé que acierto.
Cambiamos en su día la moral divina por la humana. Por la libertad del que no tiene que temer a un dios vengativo y escrutador. Parecía un buen negocio. Más lógico, al menos. Una vuelta a los principios, a nuestra esencia. Pero nos equivocamos.
Cambiar a un dios por un mercado, manejado por los que se consideran a sí mismos dioses. Somos estúpidos.
Renunciamos primero a nosotros mismos por temor a un dios que desconocíamos. Y ahora lo hacemos por temor a un dios que conocemos perfectamente y ante el que nos arrodillamos. Además, pensando que lo hacemos por voluntad propia.
Lo que diferencia al hombre de antes del de ahora es únicamente, el motivo de sus temores. Solo eso.
Antes era el temor una figura luminosa con un triángulo sobre la cabeza.
Ahora en lugar de triángulo, lleva una corbata. O todavía peor, una camisa blanca de algodón sobre un pantalón de lino beige. Una sonrisa resplandeciente y una historia de superación inventada a golpe de marketing. Hasta la elegancia hemos perdido.
Antes quemábamos a brujas en la hoguera en loor de multitudes, a cambio del perdón divino.
Ahora quemamos a los nuestros, sean los que sean, a cambio de un trozo de pan que nos haga sentir más ricos que el de al lado. O unas vacaciones en Bali.
Sin valores. Sin piedad. Sin vergüenza. Todo vale. Simplemente ir un paso por delante del hijo de puta de al lado.
Llegan las Navidades. Para eso Dios sigue vivo. Para poder tener una excusa con la que malgastar los míseros ahorros que hemos acumulado tras 8 horas diarias de "lameculismo" integral, mal pagado y por el que fuimos capaces de renunciar a los sueños que un día tuvimos.
Porque el Dios al que rezamos ahora, tiene muy claro cuáles son las ofrendas que necesita. Y para dárselas seríamos capaces de sacrificar el poco talante que traemos de fábrica.
Hoy, la diferencia entre una prostituta sin chulo y un trabajador a tiempo completo en una empresa que odia, es que el trabajador paga impuestos. Poco más.
Pero ya no me importa. Tengo mi café. A mi gata. Veinticinco con cuarenta y siete euros en mi cuenta bancaria, que estoy obligado a mantener para que el periódico siga pagándome mis sesenta euros por columna semanal. Tengo tabaco. He contado los cigarrillos que me quedan hasta final de mes.
Hoy por la mañana ha dejado de nevar y el suelo, como la vida, ya casi se ha secado. Sigo pensando que la nieve de antes duraba más en su estado sólido. Ahora tarda minutos en deshacerse. Efímera, inútil. Queda solo como objeto de fotografías que los niñatos subirán a redes sociales como si ellos mismos la hubieran cagado.
Veo a la gente resbalar delante de casa. Justo en mi portal, una pequeña placa de hielo permanece inerte y a la espera de que un cadáver descuidado la pise por error. Y le hará caer. Y se partirá la crisma. O eso espero.